Por fin otra parte del arco argumental de Stefano Caravaggio, Para quienes no lo conocen, les recomiendo pasar antes por los siguientes enlaces:
https://menudencio.wordpress.com/2014/03/02/la-batalla-de-zellindor/
https://menudencio.wordpress.com/2014/04/03/el-ascenso-de-la-bestia/
Cuando la policía encontró el cadáver del sexto niño, el Padre Rickard Hawthorne supo que estaba cerca de atrapar al asesino.
En seis meses ya eran seis los cuerpos. Cada muerte se clavaba implacable en el pecho del hombre de fe. Sin embargo esta vez tenía una pista. Insignificante, pero era su única esperanza.
Todo había empezado con Lucas Butler, monaguillo de la iglesia en donde el padre Rickard oficiaba como sacerdote. La noche que los agentes encontraron su cuerpo en el bosque, notaron la presencia de símbolos extraños escarificados en su torso desnudo, que atribuyeron a algún psicópata que merodeaba la zona.
Al verlos, Rickard temió lo peor. Aquellos signos los vio durante su juventud en la zona prohibida de la biblioteca del seminario. En esos años era un joven párroco en período de formación. Una noche, al no poder conciliar el sueño, se adentró en los libros del monasterio. Fueron horas de conocimiento e investigación en antiquísimos textos ya olvidados, hasta que sus manos se posaron en un antiguo tomo de cuero negro, que sólo tenía en letras doradas la palabra “advocare”.
Estuvo horas devorando cada una de las páginas hasta que encontró un escrito que perturbó al joven novicio. Era el patrón maldito, creado por los antiguos Sumerios para invocar al señor de los infiernos. Y ahora, varios años después y en medio de un asesinato, vería en el cuerpo del muchacho.
Hawthorne no estaba equivocado, tenía en frente suyo el pentagrama de invocación profana. El cuerpo de Butler sólo era la primera parte del ritual. El terror se apoderó del cura al recordar que para completar el rito se requería la sangre de 7 niños inmaculados.
Rickard no podía estar de brazos cruzados mientras otros seis niños inocentes podían morir en cualquier momento. El deber le decía que sólo quedaba una cosa por hacer. Así que abandonó el pueblo. prometiéndole a la familia de Butler que no descansaría hasta dar con el paradero de los asesinos. Aunque prefirió no revelarles en lo que habían usado a su hijo. Era mejor así. No era necesario traerles más dolor a sus vidas.
Ese fue el inició su búsqueda, y con ella el descubrimiento de nuevos asesinatos a lo largo del país. Cada niño encontrado era una nueva derrota para el sacerdote. Todos los cuerpos presentaban distintas marcas. Tal como las que Lucas tenía hace 6 meses cuando fue asesinado, Los muertos, sólo eran una página para terminar el ritual. «Un sacrificio más y el mal estará desatado por el mundo» Se repetía una y otra vez antes de dormir.
Rickard se encontraba siguiendo la única pista que podía llevarlo a resolver el crimen, y lo más importante, impedir la amenaza que caería sobre el mundo.
Tal vez estaba equivocado, sólo había una pequeña coincidencia en los asesinatos. Todos ellos ocurrían una semana después de que el circo de los hermanos Morini se marchara de los pueblos en que desaparecían los niños. Era casi imposible que tuvieran relación con los raptos. Al ocurrir estos ya estaban a varios kilómetros de la escena del crimen, sólo había una remota posibilidad de que las conjeturas del cura estuvieran en lo correcto. Las certezas se habían esfumado hace meses y lo único que le quedaba era aferrarse a la incertidumbre.
El rastro del circo lo guió al pequeño poblado Italiano de Vitelli. A un costado de la plaza del pueblo se erguía, colorida, la carpa del Gran Circo de los hermanos Morini. Afuera, payasos, trapecistas y el resto del equipo descansaban antes de la función. En apariencia ninguno parecía sospechoso, Rickard por un momento se dio por vencido, abatido por seguir una pista falsa durante seis meses. Tal vez a estas alturas el séptimo niño ya había sido asesinado en algún lugar lejano por culpa de su ineptitud como detective. Sólo quedaba marcharse lejos y prepararse para el apocalipsis. Toda esperanza desapareció en el corazón de Hawthorne hasta que tuvo la respuesta que buscaba en el cartel de propaganda del circo. «GRAN CIRCO DE LOS HERMANOS MORINI, ÚLTIMA FUNCIÓN, ENTRADAS REBAJADAS».
Era un anuncio normal, como el de cualquier circo itinerante que sobrevive a duras penas recorriendo los pueblos alrededor del país. En él se veía a un domador luchando contra el rey de la selva, pero el único detalle que le interesó a Rickard, fue el anillo que éste llevaba en el dedo anular y que tenía una extraña inscripción «La llave del pentagrama, no puede ser». El sacerdote sintió una mezcla de triunfo y miedo. El domador portaba el talismán de invocación. Dentro de poco se enfrentaría a la mayor prueba de su vida y no estaba seguro de volver vivo.
Ya no había ninguna duda, el cerco estaba cerrándose en torno al circo. Horas después entendería que la naturaleza de las proezas inhumanas que vio en el escenario sólo podía ser posible mediante un pacto con una fuerza sobrenatural. Tomó aire y esperó. No era bueno precipitarse, todo dependería de las decisiones que tomaría en la siguiente semana.
Cuando el circo abandonó el pueblo, Rickard fue a la siga de ellos. Tenía que ser lo más sigiloso posible, de lo contrario su plan fracasaría y tanto él como un niño inocente morirían sin remedio.
El sacerdote fue tras las huellas de la caravana durante cinco días sin ingerir alimento y sin dormir. Siempre a una distancia prudente de ellos. Durante el tiempo en que los espió, nada los hacía parecer sospechosos. Cualquiera pensaría que eran un grupo de nómadas ganándose el pan en el negocio del espectáculo. Una corazonada le decía a Rickard que todo era una burda fachada para ocultar algo horrible.
En la tarde del sexto día, la caravana descansaba a la orilla de un río. Rickard, que llevaba la misma cantidad de días siguiéndolos y sin dormir, ya empezaba a dar señales de agotamiento y apenas podía concentrarse en vigilar cada uno de los movimientos de los integrantes del circo. Esperaba cualquier señal que los delatara, sólo una, por muy insignificante que fuera. De pronto, alguien salió de un carromato. Días atrás, el cura lo había identificado como Giuseppe Morini, jefe y mago del circo. Sus movimientos se asemejaban al de un ladrón en medio de la noche, parecía que andaba en algo sospechoso. Rickard no debía apartar la mirada, algo le decía que lo que necesitaba para iniciar su plan ocurriría en cualquier momento.
Rickard Hawthorne, párroco de Zellindor desde hacía más de 10 años, contempló por primera vez en su vida un hecho que le hizo comprender que su misión en la vida iba mucho más allá que guiar a una comunidad por la palabra de su dios. Su propósito era ser un soldado en la ancestral lucha del bien contra el mal.
Giuseppe tomó un cuchillo, y cortándose las muñecas, derramó un poco de su sangre sobre un pergamino que sacó de su bolsa. El líquido fue evaporándose hasta convertirse en una nube rojiza que se fusionó con el mago, transformándolo en una figura vaporosa que se movilizó a una velocidad que escapaba a la comprensión del sacerdote «No puede ser, un pacto con el diablo».
Rickard analizó todas las opciones que le quedaban. Estaba a punto de enfrentarse a una fuerza de la que hasta el dudaba de su existencia. Muchas veces, durante sus estudios en el seminario, lo que leía en la biblia sólo le parecían los delirios de algún pastor megalómano de Oriente Medio que vivió hace más de 2000 años. Sin embargo, acababa de ver con sus propios ojos algo que podía resultar maligno y que escapaba del conocimiento terrenal.
Si su memoria no le fallaba, el ritual requería al séptimo niño aún con vida. Lo mejor era interrumpir en el momento preciso, y en el caos causado por su intervención, escapar con el muchacho que habían raptado. Por suerte, estaba preparado para la situación.
Las horas pasaron y la luz empezó a menguar, la impaciencia del cura, mezclado con el nerviosismo propio de quienes están a punto de morir, lo tenían alerta ante cualquier señal. Era un hecho que el niño ofrecido en sacrificio tenía que llegar con vida.
Pronto, el vapor rojo llenaba el bosque…
Rickard no daba crédito a lo que veía. Un niño, el séptimo del ritual, flotaba envuelto en la niebla «El mago hacía el trabajo sucio». Sólo era cuestión de tiempo para que el mal se desatara.
El sacerdote vaciló. El menor descuido en su plan causaría la muerte de ambos. Estaba en desventaja numérica, y pelear nunca había sido su fuerte. Como armas sólo portaba su convicción (sin mencionar una pistola de 9mm junto a dos cartuchos de TNT). La única alternativa era el factor sorpresa. Tomó su pistola y se dirigió al campamento del circo.
Una fogata se extendía en medio del bosque, cualquier viajero que los viera a lo lejos pensaría que una caravana hizo una pausa para descansar del largo viaje. Por desgracia la verdad era más aterradora de lo que uno podría creer.
Diez personas —un número demasiado pequeño para ser considerado un circo— estaban en medio de la noche formando un círculo alrededor de un niño de no más de 6 años que yacía acostado sobre un pentagrama dibujado en el pasto. Las antorchas en el piso daban un aspecto patibulario a la escena. A la cabeza del niño, Giuseppe Morini (conocido como Giovanni en 1910, Doménico en 1850 y Fabrizio en 1790) portaba una daga de oro en su mano izquierda.
—Hermanos, ofrecemos al séptimo tributo como cuerpo y morada de nuestro señor Lucifer.
—Adjuro te demon qui cunque es— El murmullo sonaba como un coro de Insectos.
Las llamas alcanzaron el doble de su tamaño. Un aura siniestra envolvía a los miembros del circo, transmutándolos en emisarios del mal. Sus rostros reflejaban la locura por la muerte, y veían, extasiados, la macabra danza de las llamas que acariciaban al niño que dormía inconsciente en medio de ellos.
El padre Rickard esperó en silencio. Pese a la impotencia que le provocaba no poder actuar de inmediato, tenía que intervenir en el momento preciso para que su plan diera resultado. Y eso era debía realizarse en medio del ritual. Ya que al interrumpir la conexión con el averno, la secta estaría más vulnerable ante un ataque sorpresa.
El fuego empezó a condensarse, y una estela rojiza entró por la nariz del niño que se retorcía de dolor, dando alaridos que llenaba la soledad del bosque. « ¡Ahora!».
El sacerdote tomó uno de los cartuchos de dinamita, y encendiéndolo, corrió hacia el grupo, mirando a cada instante cuanto le quedaba de mecha. Su objetivo era lanzarlo justo en el momento antes de explotar. A 20 metros, su brazo hizo un esfuerzo sobrehumano para llegar a destino. «dios, ayúdame contra el mal».
Fue una explosión formidable la que iluminó la hojarasca, lanzando por los aires a todos en el círculo. Felicia Swang, contorsionista; Daario Ivanov, payaso y malabarista; Pedro De Alderete, lanzador de cuchillos y Bruno Costacurta, acróbata y maestro de ceremonias no corrieron con la misma suerte. El cartucho de TNT explotó en la zona donde ellos se encontraban y la onda expansiva los mató en el acto, esparciendo sus restos por todo el lugar.
En medio de la confusión, el padre Rickard no perdió más tiempo, y con la sangre fría más propia de un sicario de la mafia, cogió su revólver y descargó todos los tiros en contra de las sombras que pudo ver aún de pie. Pese al caos reinante, pudo acabar con dos más.
― ¡Dejen a ese niño miserables!― La adrenalina fluyendo por el cuerpo del párroco lo hacía olvidar su brazo fracturado, mientras seguía disparando otra carga.
Una voz le susurró al oído.
—Por fin decidió atacarnos padre. Hace una semana que lo estaba esperando— La voz de Giuseppe Morini parecía el siseo de un reptil antes de atacar a su presa. Sus palabras llenaban todo y a la vez procedían de ninguna parte. Rickard intentó apuntarle con su arma, pero todo esfuerzo resultó en vano. Apenas tuvo tiempo para descifrar la ubicación de Giuseppe cuando un golpe certero en su nuca lo derribó, dejándolo semi aturdido.
Casi sin fuerzas, con la vista borrosa a causa del golpe y sangrando de su cuero cabelludo. Rickard Hawthorne, párroco de Zellindor, contemplaba su última aventura.
Había tenido una buena vida, y si de algo tenía que arrepentirse eso era no haber dejado el caso a la policía. Su afán justiciero lo arrastró a una sentencia de muerte, y lo que más lamentaría, su irresponsabilidad desencadenaría la perdición en el mundo.
Derrotado en el suelo. Lo único que lograba ver eran unos zapatos perfectamente lustrados que en una fracción de segundo lo patearon en la boca del estómago dejándolo sin aire. No había duda, este era el fin del cura.
— ¿Está cómodo padre Rickard? Disfrute el aire, no tenemos apuro alguno, ya que su impertinencia ha retrasado nuestros planes unos cuantos días. Relájese y prepárese para ir al infierno.
Rickard cerró los ojos para no ver el desenlace, su derrota era inevitable. Giuseppe había cogido el arma y en unos segundos volaría sus sesos. Esperó resignado el final, pero un grito de dolor lo hizo abrir sus ojos para ver lo que ocurría.
Giuseppe Morini, dueño del Gran circo de los hermanos Morini por más de 100 años maldecía en el suelo mientras intentaba contener la hemorragia que salía por su cuello. El padre sólo pudo ver una sombra de no más de un metro treinta que se movía a gran velocidad acechando a los últimos sobrevivientes de la explosión.
A lo lejos, Gianluca Morini, hermano menor de Giuseppe, sostenía una rama para defenderse del misterioso ser, del que sólo se podían observar sus ojos rojos brillando con furia. Al principio los golpes de Gianluca mantenían a raya a la criatura, pero bastó un tropiezo para darse cuenta que nunca tuvo oportunidad ante la bestia. Sólo un golpe de puño fue suficiente para perforarle el pecho y arrancarle el corazón.
Rickard Hawthorne muchos años después de su encuentro con los hermanos Morini, aún tendría pesadillas causadas por lo que contempló aquella noche. Quienes aún quedaban con vida, intentaron escapar presa del miedo, pero no había lugar hacia donde escapar, el demonio les dio caza a una velocidad inhumana.
Si no fueran parte de una secta dedicada a secuestrar niños para ofrecerlos en sacrificio, el padre Hawthorne habría sentido lástima por ellos.
Ruffus Mc Hammer, el hombre fuerte; y Silvia Rotter, contorsionista y asistente de Giuseppe, fueron destrozados mientras suplicaban por sus vidas.
Nuevamente el silencio inundó el bosque, Rickard apenas había escapado con vida de la secta, pero un peligro aún mayor se había desencadenado y él sería el próximo en morir.
Aún dominado por el miedo, el cura esperó en silencio el destino que le aguardaba. Por último podría suicidarse con el revólver antes de ser atacado por el monstruo.
Pasaron los segundo y sólo había silencio y oscuridad. Se incorporó aún con el temor por su vida y trató de ver a su alrededor. No había nada, sólo el tenue ruido de un llanto se escuchaba a lo lejos.
Tomó el revolver de la mano de Giuseppe y se dirigió hacia donde provenía el ruido y pudo reconocer la silueta de la bestia que había acabado con todos «Es el fin».
Apretó con aún más fuerza el arma y avanzó, no hubo respuesta del demonio. Era la oportunidad que esperaba, sólo bastaba jalar el gatillo para ponerle fin a todo y volver a su vida de antes. Al disiparse la niebla comprendió todo.
En medio del pentagrama, el niño que había sido raptado estaba arrodillado en el suelo llorando desconsoladamente, con sus manos y ropas llenas de sangre.
Rickard descubrió lo que había pasado. La bestia que masacró a la secta era el niño. Durante el ritual, parte del poder diabólico quedó dentro de él, lo suficiente como para no ser considerada una posesión demoníaca pero si lo necesario como para considerarlo un peligro.
El sacerdote tenía claro que la inestabilidad emocional del niño podía causar estragos. Matarlo sería la mejor solución «Hazlo». Pero el remordimiento se lo impedía. Por su culpa el pequeño había recibido la maldición, si lo mataba, la secta habría ganado. Si el muchacho debía cargar una cruz por el resto de sus días, no lo haría solo. Es posible que si lo guiaba por el buen camino, la salvación del mundo podría estar en sus manos. Era irónico que lo más cercano a un mesías naciera gracias a un ritual satánico.
Quedaron por un momento sin decir palabra alguna. Aún se podía ver el miedo y desconcierto en los ojos del infante. Rickard rompió el silencio.
—No tengas miedo, he venido a ayudarte. ¿Tienes padres?
—Es… este no, el hombre malo los mató cuando me intentaban proteger.
—El nunca más te hará daño, todo fue gracias a ti, dentro tuyo hay un poder que salvará al mundo.
—Soy un monstruo— el llanto brotó nuevamente por los ojos del niño.
—Eso depende sólo de la naturaleza de tus acciones. Te llevaré a un lugar en donde te enseñarán a usar tus poderes.
El niño secó sus lágrimas y de a poco se incorporó para seguir el paso del cura. Comprendía que su vida cambiaría para siempre. Muchas cosas nuevas vendrían, pero esto sólo era el principio.
— ¿A dónde vamos?
— Donde unos amigos, la sociedad del número 13. Ellos sabrán que hacer. Por cierto niño ¿cómo te llamas?
— Stefano, Stefano Caravaggio.
Veo que me hiciste caso ;P
Me encanta esta historia, es un gran comienzo para uno de mis personajes literarios favoritos.
Quiero más.
Que buen break me acabo de dar releyendo tus tres historias. Debo confesar que esta me estaba sorprendiendo pero al final veo que es una precuela. Muy bien, me gusto, ahora regreso a trabajar jeje