Hola de nuevo. Les dejo un cuento más alejado de lo que tiendo a escribir.
No hay vísceras, curas expertos en artes marciales ni nada por el estilo. Es más, algunos personajes fueron inspirados en algunas vivencias en mis años universitarios. Saludos.
ALUMNO REGULAR.
El guatón Germán era una leyenda viviente dentro de la universidad. Nadie sabía en qué año había entrado a estudiar. Incluso, mis amigos de cursos mayores me decían que cuando ellos entraron, Germán ya era viejo.
En torno a su persona surgieron una infinidad de teorías respecto a sus orígenes en la fauna universitaria. Unos aseguraban que era una especie de agente financiado por el partido comunista, para infiltrarse en el plantel y así organizar el “trabajo sucio”. Es decir, llevar la batuta durante todas las protestas estudiantiles, ya sea armando barricadas, quemando neumáticos o arrojando bombas molotov a carabineros. Otros estudiantes eran más delirantes, asegurando que el gordo era un alumno de bibliotecología que durante su primer año se trastornó, en una letal combinación de malas notas y marihuana paraguaya, lo que gatillado con su expulsión de la facultad, se volvió completamente loco, perdiendo toda noción de la realidad; haciendo que desde ese día aún crea que es un estudiante de la “U”, y vague por el campus con la mirada perdida y sus pensamientos siempre en su mundo imaginario, a la vista y paciencia de todos.
La primera vez que lo vi, estaba en compañía de varios amigos de mi carrera en el “Roma”, uno de los míticos bares porteño que nacen alrededor de las universidades. Las clases habían terminado hace ya mucho rato, y figurábamos tomando unas cuantas cervezas.
En medio de todo el bullicio estaba él, sentado con su casi metro noventa y sus lentes “poto de botella”. Con una mano sostenía una Báltica (esa fiel cervezas que de las tres B, sólo tiene la de barata), que le daba un aspecto de bebé gigante alcohólico con su biberón, y en la otra, un libro de Rimbaud que leía de tanto en tanto.
Nos sentamos a unas mesas de donde estaba. Mis amigos conversaban animadamente de cualquier cosa, pero en ese momento yo no estaba presente, toda mi atención se concentraba en aquel personaje obeso y peculiar.
En el bar podría estar acabándose el mundo, o explotar una bomba que acabara con todo, pero al guatón Germán le daría lo mismo todo lo que pasara a su alrededor, el permanecía imperturbable en su ritual etílico/literario.
De vez en cuando otras personas se le aproximaban y compartían carcajadas, más cervezas y una que otra piteada “para la mente”, y una vez que se alejaban, el gordo nuevamente caía inmerso en su rutina.
Sin quererlo, durante mis años de universidad me topé más de alguna vez con Germán. Siempre en el “Roma” a la misma hora, con la misma cerveza y ojeando el mismo libro, como si llevara años tratando de descifrar el misterio oculto de sus páginas. Otras veces, lo veía caminando por el patio de la casa central, siempre a paso rápido, con su eterna sonrisa y la mirada perdida, aún más perdida detrás de los gruesos cristales de sus lentes que le daban un aspecto de roedor a su cara.
La última vez que lo vi fue durante mi último año en la facultad. Ese día estaba en la casa central para hacer unas diligencias administrativas. Era un flamante alumno en práctica y no sabía que la universidad estaría cerrada por las protestas estudiantiles.
No tuve tiempo para reaccionar, cuando en medio de las barricadas pude ver a una horda de carabineros dirigiéndose hacia donde estaba yo, portando sus lumas y sin ningún tipo de criterio, ya que para sus razonamientos, cualquier menor de 25 años es un potencial delincuente que debe ser reducido y apaleado.
Sabía que pese a encontrarme vestido con tenida semi formal, a la policía le daría lo mismo, por lo que debía marcharme de inmediato. Apenas di la espalda, una masa verde empezó a correr hacia mí con sus escudos y palos, listos para golpear a cualquiera que se les cruzara en el camino. Había que correr, o si no me sería víctima de sus atenciones, y lo más seguro, pasaría el resto de la tarde en la comisaría.
Tomé por la calle principal lo más rápido que mis piernas — y mi asqueroso estado físico— podían durante 100 metros cuesta arriba, con la esperanza de perder a los pacos, pero cuando creí haberlos perdido de vista, ellos seguían corriendo, pese a sus abultadas barrigas, consecuencia de años sirviendo al país y sirviéndose cada fritura que se les cruzara por delante.
Mi destino en calabozos era inminente, me encontraba completamente cansado y sin aliento, ya sabía lo que me pasaría. Me agarrarían juntos con otros y pasaríamos unas horas pudriéndonos en los calabozos esperando que la federación de estudiantes negocie la liberación.
Ya estaba preparado, sólo quedaba resignarse ante lo inminente. Unos metros más y sería todo. Lo único útil que podía hacer era contactar a mis compañeros de la pensión en donde vivía para que fueran a sacarme más rato, y guardar mis lentes para que los “pacos” no los rompieran en el forcejeo.
Ellos estaban cada vez más cerca. Hasta podía ver sus caras inyectadas de adrenalina por el deleite que les producía la guerra imaginaria que sostienen en cada protesta contra los universitarios. Como si al reprimir estudiantes, descargaran sus propias frustraciones de la vida.
No supe cómo pasó, pero en el instante en que estaba entregado, una sombra cubrió todo por completo. Era una figura alta, gorda y con capucha. Lo único que logro escuchar de tras de esos lentes de cristal grueso fue «Corre “weón”, yo me encargo», ¡El guatón Germán me había salvado! Nunca supe la razón de su ayuda, incluso varios años después me lo he preguntado sin encontrar respuesta alguna.
Lo que pasó después es algo confuso, sin darme cuenta ya estaba a varios metros de la acción, y a lo lejos, una masa verde de represión policial atacaba la inmensa humanidad de Germán, que respondía cada ataque con más fuerza y gritos de «Peguen más fuerte, pacos conchesumadres», hasta que fue rodeado por completo y desapareció dentro de una patrulla.
Nunca más vi al Guatón Germán. Al poco tiempo me titulé y de inmediato encontré trabajo en un pueblo cercano.
Años después estaba en mi hogar descansando del trabajo, y en las noticias cubrían las protestas estudiantiles en mi universidad. Una sonrisa se dibujó en mi rostro cuando creí identificar a un encapuchado gordo, grande, y con lentes de cristal gruesos.
Esa noche me quedé pensando en mi vida y en la de todos los jóvenes que entran al mundo adulto, muchos pierden sus antiguas luchas y las entierran para siempre.
Los pocos que las conservan —como Germán— las llevan consigo para siempre con el riesgo de ser tildados de locos.
Aunque a veces los locos son los únicos honestos en sus convicciones.
Muy bueno. Me ha transportado a mis años de universidad y a esos personajes que, como Germán, pululaban desde no se sabía cuándo por los pasillos y bibliotecas.