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Eva quiere morir.

Eva quiere morir.

No es una idea nueva en su vida. Aquel pensamiento lleva más de treinta años acompañándola en su cabeza. A pesar de su amargura, todos quienes la conocen le dicen que no debe pensar así, que toda vida vale la pena, y que dios le tiene deparado un montón de maravillas. Pero aquellos que no conocen su historia completa no deberían opinar. Ya que de existir un dios bondadoso que vela por la felicidad de sus hijos, éste ya la ha puteado bastante.

Perdió a su marido y sus hijos en dictadura, y como si esto fuera poco, ella misma fue detenida y torturada. De aquellos meses de encierro se llevó de recuerdo una cojera, la pérdida de audición en su oído derecho, una lesión en el nervio óptico que le causó una ceguera parcial y mucha mala leche acumulada.

Su estado de salud era incompatible con el trabajo, por lo que tuvo que jubilar antes de tiempo, y al ser profesora, su pensión era miserable, haciéndola sobrevivir a duras penas.

Actualmente vive en una residencia, un lugar triste y con poca iluminación, aunque económico, y los más importante, limpio y con las tres comidas al día. No se pasaba mal, y dentro de su escaso presupuesto era lo mejor a lo que podía aspirar.

Dentro del asilo Eva no estaba ni bien ni mal. Simplemente se había resignado a ver pasar los días con la esperanza de no despertar y estirar la pata de una vez por todas.

Todas las mañanas, su rutina consistía en abrir los ojos y maldecir su suerte por no morir la noche anterior.

Si para ella, no morir ya era algo frustrante, escuchar los reproches santurrones de María —su compañera de habitación y fanática evangélica— era algo en extremo desagradable.

— Dios aún no quiere llevársela porque usted aún tiene una misión en este mundo—, decía una y otra vez María con tono de autosuficiencia.

— Si Dios quiere que haga algo por él, me podría dejar sana. Si no me doliera todo el cuerpo, te juro que le haría hasta una iglesia.

— Dios es sabio — volvía a la carga María con toda la artillería beata—, todo lo que hace es con infinito amor y sabiduría.

— Como el cáncer infantil supongo…

Y así Eva terminaba la conversación.

El tiempo en la residencia pasaba con el letargo de siempre. Eva continuaba con la rutina de levantarse cada mañana para discutir con María y su optimismo habitual.

Un día Eva despierta como costumbre. Inicia su mañana lanzando un bufido por haber despertado con vida. Toma aire, y se levanta aguantando el dolor de su espalda. Baja de la cama despacio, tratando de no despertar a María. Si había algo peor que soportar el dolor de sus huesos, eso era aguantar la ayuda de María mientras le suelta un discurso religioso. Si tuviera que elegir, prefiere mil veces el dolor.

Quedó sentada unos segundos al borde de la cama y un crujido — que no sabia distinguir si era el de las tablas del piso o de sus rodillas —, rompe la paz de la habitación.

Ella se para en seco, no quiere escuchar el sermón matutino de su compañera de cuarto. Mira en dirección a su cama y aún estaba acostada bajo las frazadas «por poco». Siguió avanzando.

Tomó la bata, y se la puso con dificultad. Le llamó la atención ver a María aún durmiendo, era la primera vez que la veía tan cansada.

Caminó hacia María afirmándose de las paredes tratando de no caer. Se instaló a un lado de ella y tocó su hombro. No había caso, María dormía profundamente.

— María despierta que hay que desayunar.

No hubo respuesta. Intentó con más fuerza y nada, María no reaccionaba. Decidió sacar las frazadas y contempló con horror la realidad.

La cara de su amiga —desesperante, pero amiga al fin y al cabo—, sólo era una máscara sin expresión. Sus ojos estaban apagados con la mirada vacía; y su boca abierta le daba una apariencia de total desesperación.

Eva no supo cuántos minutos estuvo ahí, quieta, contemplando el cadáver de María, la misma María tan llena de vida, y a la que muchas veces quería ahorcar con sus propias manos.

Debía llamar a los paramédicos, tomó su andador y a paso lento se fue retirando.

Antes de cruzar el umbral de la puerta, miró al cielo, y con lágrimas de rabia en los ojos, gritó con todas sus fuerzas.

— ¡Te equivocaste de cama hijo de puta!

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