Desde pequeño, Víctor sólo tenía una certeza en su vida: era una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre. A los seis años soñaba con ser princesa, y prefería en los juegos, ser rescatado por un valiente caballero antes que enfrentarse a un dragón.
Con el paso de los años descubrió muchas cosas más acerca de su vida, no solo era una mujer en el cuerpo de un hombre, sino que era toda una dama la que albergaba en su interior.
A los quince empezó a usar los vestidos de sus primas cada vez que jugaban en la sala, y su familia, al no entender la naturaleza de Víctor, lo expulsó de la casa.
Víctor era virgen, y su sueño era mantenerse toda su vida así. ¿Ustedes creen que los transexuales son unos promiscuos que van de verga en verga? Pues se equivocan, es un estereotipo que una sociedad homófoba y conservadora ha querido mantener desde que el mundo es mundo para quitar los derechos a las personas. Muchos personas como Víctor sólo quieren que la ley corrija lo que en la naturaleza falló; para que de esa forma puedan vivir sus vidas de la forma más feliz posible; y Víctor no es la excepción. Incluso, podríamos decir que Víctor es especial, porque desde que tiene uso de razón, siempre quiso ser monja.
Sintió el llamado de dios desde siempre, y fantaseaba con la idea de ayudar a los desamparados de todo el mundo; misionar en los países pobres; divulgar el evangelio; en fin, todo lo que su corazón lleno de amor estaba dispuesto a entregar.
Tal vez ser cura era la opción, pero Para Víctor (ahora Victoria) eso le parecía una idea ridícula. Él sabía que no pocos sacerdotes eran gays, incluso sus amigos le recomendaban que hiciera eso; no obstante ¿Cómo se puede vivir una vida como cura si ella se sentía una mujer? La única cosa que admitía en su fuero interno era convertirse en monja.
Deambuló por muchos lados, vivió peligros que nadie podía imaginar. Su metro setenta, figura espigada, rasgos femeninos y una cabellera, que brillaba, dorada al sol, la hacía una presa apetecible de los depravados y malvivientes que pululaban por las calles.
Lamentaba su suerte, siempre que se veía al espejo odiaba el hecho de ser tan bella. En especial por aquello que colgaba entre sus piernas, y le recordaba, que la naturaleza le jugó una broma demasiada cruel para poder soportar toda su vida.
Un día tuvo una revelación. ¿Acaso nacer con pene no era una prueba de dios para que luchase por su vocación religiosa? Si en la historia existieron muchas heroínas que tuvieron que disfrazarse de varón para poder luchar contra el enemigo, ¿podía ser ella la primera santa transexual?
Ese momento marcó un antes y un después en su forma de ver la vida. Poseía muchas cosas necesarias para la vida religiosa. Era piadosa; era más femenina que todas las mujeres que ella conocía; y lo más importante, tenía un amigo falsificador que le hizo un trabajo de primera al crearle su nueva cédula de identidad y su certificado de nacimiento.
En el año que ocurrió esta historia, no existían las maravillas tecnológicas de hoy en día. Porque en nuestros tiempos, cualquiera con una conexión a internet decente habría desbaratado la coartada de Víctor. Por suerte para ella, vivía en un país en el culo del mundo en donde bastaba ser discreta para pasar desapercibida y no era necesario responder tantas preguntas. Así, con una enorme ilusión, compró un pasaje de tren en dirección al Sur de Chile, en donde estaba la congregación de las Carmelitas del perpetuo socorro.
Ocho horas en tren, tres en bus y dos horas caminando. Su cuerpo estaba cansado, pero sus anhelos intactos, en especial cuando vio la antiquísima construcción emplazada a las faldas de la pre cordillera. Los bosques nevados, la selva sureña con sus árboles majestuosos eran una visión que emocionaba a Victoria. Estaba a un paso de ser por fin ella misma. Una lágrima rodó por su rostro de porcelana cuando se dio cuenta que estaba cada vez más cerca de tocar sus sueños.
Su ansiedad le jugó una mala pasada, eran tanta su excitación, que el portón de acero retumbó más fuerte de lo normal. Se asustó, esa actitud podría causarle su primer reproche dentro del monasterio. Sus pensamientos se interrumpieron con el chirriar de la puerta.
Una mujer de cuarenta años salió a atenderle:
— ¿Quién golpea tan fuerte a estas horas? Si es por el queso, les dije que compramos el martes pasado.
— No es por el queso— dijo Victoria vacilante—, me llamo Victoria y quiero llevar una vida entregada a servir a Cristo y al prójimo. Quiero que me acepten, les prometo que si me admiten seré la mujer más afortunada del mundo.
— Esto no es llegar y llenar una forma. Hay que hacer muchos sacrificios, y viéndote— La monja escudriñó con atención la cara y formas de Victoria—, ¿No crees que estarías mejor dedicándote a la casa?, estoy segura que muchos hombres acaudalados se trenzarían a golpes para que aceptes ser su esposa.
— ¡No madre superiora!— imploró—, mi sueño desde que era niña es ser religiosa, quiero una vida al servicio de dios, le prometo que no la defraudaré. Por favor se lo pido de rodillas si es necesario. Si usted lo pide, haré ayuno aquí afuera hasta que me acepten. Pero por lo que más quiera. Esto es lo que quiero hacer con mi vida.
Una sonrisa se asomó en los labios de la monja. Su corazón fue tocado por el discurso que aquella joven de bellas facciones daba frente a ella. Hace años que no había visto algo así. Ser religiosa no era algo fácil, se necesitaba un gran sacrificio, y un alma capaz de despojarse de las necesidades personales para volcar todas las energías en las necesidades de aquellos que sufren.
La hermana Sonia vio en Victoria un alma noble que sería un aporte a la congregación.
— Levántate hija. No es necesario que te arrodilles. Te llevaré con nuestra superiora. Aunque no te sorprendas por su edad. Esta es una congregación nueva y ella es la mayor con solo treinta años. Yo tengo 26— sonrío—, debes estar tranquila, estaremos muy contentas de aceptarte con nosotras. ¿Estás segura de que quieres ser monja? Porque eso que te dije hace rato es verdad. Pareces una dama de la alta sociedad, y en el pueblo más cercano de seguro que los hijos del dueño del fundo se pelearían por casarse contigo.
— No creo que eso sea posible— dijo Victoria bajando la mirada.
— Ánimo, cambia esa cara. Hoy es un día feliz para ti. Hoy comenzará tu nueva vida. Vamos a la oficina que te quiero presentar a todas las demás. Somos apenas quince, pero trabajamos como si fuéramos un ejército, en el buen sentido por supuesto— rió—. Estoy ansiosa porque te acostumbres acá, prometo que te cuidaré como una hermana menor.
Victoria no podía salir de sí. En apenas veinte minutos de conversación encontró más humanidad, mayor comprensión que en sus dieciséis años con su familia. Una emoción nueva llenaba su pecho. «Esto debe ser la felicidad», pensó.
Su entrevista con la madre superiora no fue muy distinta que el primer encuentro con la hermana Sonia. Es verdad que por representar la máxima autoridad en el convento ella se expresaba de una manera más formal y solemne para dirigirse, sin embargo, se apreciaba un corazón bondadoso y dispuesto a ayudar. Y por si esto fuera poco, su juventud le daba un aire más accesible. Por fin Victoria se sintió en paz después de tantos años de sufrimiento.
Ser aceptada fue el primer paso. Ella lo sabía y estaba consciente que ahora venían duras pruebas en lo que duraba su formación. Debía cumplir todos los requisitos y sobre todo, mantener el secreto que colgaba de ella.
El aspirantado no fue problema. Conoció a todas sus compañeras y ellas la hicieron sentir acogida. Ayudaba en las labores de cocina y en el huerto, donde descubrió que tenía una habilidad natural para cuidar las plantas. Una vez a la semana bajaba al pueblo para vender los productos que todas producían. Su presencia causó sorpresa en todos los habitantes, en especial entre los hombres, que veían con desazón que una mujer tan bella dedicara su vida a dios, destruyendo de un portazo todas las esperanzas de ellos por poder tener algo con aquella joven angelical.
Tampoco fue problema para ella sortear las otras etapas, De todas las aspirantes, ella era la más piadosa, la más virtuoso y la más humilde. Los consejos de la hermana Sonia, a la que consideraba como una verdadera hermana fueron su mayor apoyo para seguir su vocación.
Todas las noches antes de dormir, Victoria rezaba para agradecer todo lo hermoso que el señor había hecho en su vida. Por fin entendía que todo el sufrimiento previo era la penitencia que debía soportar para alcanzar lo que ahora estaba viviendo.
Los años en el monasterio pasaron planos. Cuando los días son en esencia casi iguales, el tiempo adquiere una relatividad que sorprende a todos. Muchas cosas han sucedido hasta ahora y es un día especial para todas, en especial para nuestra protagonista. Al fin hará sus votos solemnes.
Estaba más bella que nunca, los años de trabajo abnegado le dieron una belleza llena de pureza. Su estampa, y rasgos que parecían cincelados a mano, le daban el aspecto de una misionera alemana que venía a ayudar al tercer mundo. Pese a que lo sabía, ella estaba nerviosa.
Fue una ceremonia sencilla; en la que sobraba la solemnidad. Victoria apenas recordaba los votos que tenía que decir. Era un atado de nervios, era inocente, Era feliz.
— Hermanas— interrumpió la madre superiora con su tono serio—. Pese a que todas somos una gran familia. Puedo decir con propiedad que en el estricto rigor de la palabra, a partir de hoy somos todas iguales. Y como tal ¡Es hora de celebrar!
De a poco aparecieron algunas hermanas desde la cocina con bandejas de dulces preparados por ellas. Pasteles de los más variados sabores y bocadillos salados por doquier. Pese a que siempre guardaron la compostura, aparecieron sendas botellas de vino.
—Victoria— dijo la hermana Sonia con una amplia sonrisa—, brindemos por tu nueva vida.
— No creo que debamos. Atenta con nuestros votos.
—No seas tonta. Hace tiempo que ya no eres una niña. Y si eso no te convence ¿Acaso ser feliz no es una forma de amar a nuestro señor?
Victoria fue incapaz de responder. Era verdad; su felicidad era demasiada y apenas era capaz de estar contenida en su pecho, tomó la copa y dio un sorbo.
No solo estaba embriagada de vino, también de alegría. No sabía si la sensación era por el vino, pero por un momento sus pensamientos se dirigieron a esa época de su vida en donde todo era gris. Parecía una película en tonos sepia que proyectaron hace mucho tiempo. Esos años malos por fin quedaron atrás.
Como es natural, la fiesta duró más de lo esperado. Todas estaban contentas; La madre Sonia sacó su guitarra y empezó a tocar temas de Violeta Parra con gran maestría. La madre superiora acompañaba con las palmas, Victoria, al no estar acostumbrada a beber alcohol, fue una de las primeras en sucumbir. Se paró a duras penas y con paso tambaleante, fue a su habitación.
Le costó llegar a Victoria, su coordinación no estaba en su punto más alto. Se fue desnudando quedando con un delgado camisón, sin darse cuenta que la puerta quedó entreabierta.
Eran las tres de la mañana. Sonia quería cerciorarse de que su amiga Victoria es encontrara bien. Desde que ella llegó al convento, Sonia sintió que era su deber moral velar por la seguridad de ella. Con el tiempo era una relación de hermanas.
Cruzó el pasillo, dobló a la izquierda detrás de la lámpara del siglo XIX, y siguió de largo hasta el final del convento, en donde estaba la habitación de su amiga.
Le sorprendió ver la puerta entreabierta. Durante estos años Victoria se caracterizaba por ser recelosa de su intimidad. Todas lo asociaban a su timidez, que pese a la confianza que sus amigas le daban ella no era capaz de vencer.
Llamó a la puerta, no obtuvo respuesta. Asomó lentamente la cabeza y la vio dormida. Parecía un ángel descansando luego de una larga jornada de vuelo. Sonia quedó en silencio contemplando a Victoria con admiración.
Entró tímida a la habitación; un lugar al que ni siquiera ella, su amiga íntima había estado salvo por un par de minutos. Se sentó al borde de la cama, se escuchaba un ligero ronquido de Victoria «descansa, te lo mereces pequeña», pensaba Sonia para si. De pronto algo la hizo desviar su mirada. «No puede ser», era algo que escapaba de su comprensión, en el nacimiento de las piernas de Victoria, un bulto prominente se alzaba como un mástil de un barco.
Perpleja sería poco decir para describir el estado en el que se encontraba la hermana Sonia. Durante años fue la amiga y confidente de Victoria, y ella jamás le reveló que era un varón. Estaba defraudada y en extremo contrariada. El vino que bebió no la hacía pensar con claridad.
Levantó el camisón y pudo ver por primera vez en su vida un pene en completa demostración de poderío. No tenía punto de comparación pero era grande. En la base, escaso pelo dorado que parecía puesto con cuidado para proteger la piel. Y en la punta, una cabeza semejante a un durazno, que palpitaba, al ritmo de la respiración.
Vaciló un momento, intentó despertar a Victoria para pedir explicaciones, mas ella seguía con un sueño profundo.
Pudo ser la sorpresa, el vino o la curiosidad; la hermana Sonia deslizó su mano hasta palpar completamente el pene de su amiga. Se sentía cálido y la piel del escroto era en extremo suave. Fue una experiencia rara para Sonia sentir unas pequeñas cosquillas en su entrepierna. « ¿Qué es esto tan rico que siento?» Una idea se cruzó por su mente. El rubor de sus mejillas era imposible de ocultar. Pese a ser invierno el calor en su cuerpo era casi inaguantable. Empuñó el miembro de Victoria y percibió el palpitar en sus manos. La mezcla entre miedo a ser descubierta y la excitación de tener un pene frente a ella por primera vez en su vida, hizo que la Hermana Sonia subiera su apuesta. Temblorosa, como un ciervo que se encuentra con un humano, ella se acercó aún más. Era capaz de percibir el vaho que dejaba el miembro y suavemente empezó a besarlo.
Al principio fueron besos tímidos, como de colegiala; al no observar respuesta de su amiga, fue ganando confianza y continuó a succionar con más fuerza.
Su lengua recorría toda la longitud mientras la saliva actuaba como excelente lubricante para que su boca se deslizara con suavidad. Ardía de deseo, Si fuera por ella se sentaría sin contemplaciones sobre ese miembro que parecía un regalo de dios para ella; sin embargo dudó, porque era virgen y si manchaba con sangre la cama, Victoria se daría cuenta del ultraje a la mañana siguiente. No tuvo otra opción; abrió sus piernas y los dedos de su mano libre empezaron a tocas sus labios húmedos.
Pese a la falta de experiencia, las sensaciones de su cuerpo fueron guiando las manos de la religiosa. Con el pasar del tiempo, el hormigueo de su sexo bajaba hacia sus piernas, perdiendo la cordura en un frenesí de lujuria. El autocontrol y sus votos jurados hace varios años se rompieron en el momento del orgasmo. Perdió la fuerza de las piernas y apenas pudo sostenerse sobre si, era tanto el placer que experimentó que no fue capaz de sentir que una emisión abundante de semen llenaba ahora su boca.
Como es natural en estos casos, cuando una persona ha vivido tantos años bajo la influencia de la religión; un solo sentimiento aflora luego de disfrutar de la carne. Nos referimos a la culpa.
Eso fue lo que Sonia sintió. Por un momento se sintió el ser más miserable del mundo y con torpeza limpió todo vestigio de su crimen. Lavó el pene de Victoria, escupió el semen en el lavado y dejó correr el agua el tiempo suficiente para eliminarlo sin que nadie se percatase. Después se retiró en silencio siendo carcomida por la vergüenza. Esa noche no pudo dormir.
Durante los días siguientes, Sonia se mostró más distante con Victoria; por más que esta trataba de acercarse, Sonia mantenía cierta distancia. Aunque no fue para siempre; el tiempo ayudó a que todo volviera a la normalidad. Sonia, Victoria y las otras diez monjas que vivían en ese momento en el convento siguieron con su rutina de todos los días.
La única que sufría con toda la situación era Sonia, a quien se le hacía cada vez más insoportable su vida en el convento. Todas las noches pensaba en aquel encuentro con Victoria lo que hizo que empezara a masturbarse con frecuencia. Por un lado no quería abusar de su amiga, pero por otro, deseaba calmar su deseo. Pronto lo lograría.
Llegó una noche y Sonia fue la encargada de la cocina. Mientras preparaba la comida vertió en el agua de Victoria una combinación poderosa que trajo esa mañana del pueblo. Era un somnífero de herbolario y unas pastillas para la angina (que años después serían la base para la fabricación del viagra). Con sumo cuidado molió el contenido y los mezcló con el líquido.
La cena transcurría con normalidad, las doce hermanas compartían animadamente los pormenores del día. Que lo que ocurrió en la huerta, que lo que hay que preparar para la campaña navideña. En fin, un día normal al interior del convento. Solo Victoria cabeceaba del sueño, «está funcionando», pensaba Sonia para sus adentros.
— No me siento bien— alegaba Victoria—, si me disculpan, voy a mi habitación.
Intentó levantarse y las piernas casi le juegan una mala pasada.
— No te encuentras bien— dijo la madre superiora con tono serio—, que alguien te acompañe a tu habitación.
— Yo la acompaño— al fin Sonia encontró la oportunidad que buscaba. Tomó a su amiga abrazándola y se dirigieron a la celda.
Caminaron rápido, la ansiedad de Sonio hacía que Victoria apenas siguiera sus pasos. Cuando por fin llegaron, Sonia cerró la puerta y la acostó en la cama.
— Quédate un rato a mi lado— le pidió Victoria—, no me siento muy bien.
— Tranquila, yo me quedaré contigo el tiempo que sea necesario, para eso eres como mi hermana— decía mientras le acariciaba el cabello.
Pasaron los minutos y la respiración de Sonia sonaba entrecortada. Aún nada ocurría y la imagen mental de poder disfrutar por completo el miembro de su amiga inundaba de calor todo su cuerpo. Esta vez estaba decidida. Sin titubeos de inmediato la despojó de sus ropas y tuvo de nuevo la visión de aquel pene enorme y virgen.
— Perdona por lo que haré ahora hermosa mía. Creo que dios nos cruzó en nuestras vidas para que esto ocurriese.
Sonia nuevamente besó por largo rato el pene erecto de Victoria. De acuerdo a lo que escuchó una vez cuando hacía voluntariado en un hogar de acogida para ex prostitutas; sabía que debía lubricarlo para lo que pensaba hacer ahora.
Se sacó los calzones y pudo ver que estaba demasiado húmeda, «creo que será suficiente». Se acurrucó junto a su amiga poniendo sus nalgas en contra del pene y empezó a moverse con movimientos rítmicos y delicados. Con una de sus manos deslizó el glande por su húmeda abertura. Un cosquilleo sutil como una pequeña descarga eléctrica recorrió sus piernas, «esto es maravilloso», pensaba.
Movía el pene de Victoria casi con amor. Durante estos meses Sonia se había convertido en una experta en las artes de descubrir su cuerpo y sus sentidos. Mientras usaba la verga de Victoria para masajear el contorno de su hendidura, con su mano libre estimulaba su clítoris.
Dejó escapar un gemido, por un momento se asustó. Le costaba mantener el silencio. Ya sentía el sabor ferroso de su propia sangre al estar tanto rato mordiéndose los labios.
Frenó sus embates amatorios; en esa posición sería casi imposible ser penetrada; por muy lubricada que estuviera era su primera vez y su himen sería una barrera que dificultaría todo.
Cambió de posición; ubicó el cuerpo inconsciente de Victoria boca arriba, a partir de ahora no había marcha atrás, sería la primera vez de Sonia, la primera de Victoria, aunque esta última jamás podría darse cuenta. Sonia abrió sus piernas hasta sentarse arriba del pene de su amiga, sentía todo el calor de aquella verga en sus labios en extremo húmedos, que se abrían como una delicada flor.
Los movimientos pélvicos de Sonia aumentaron en velocidad. Estaba ciega ante el placer, ya nada podía contenerla. Todas aquellas cosas a las que había renunciado en su vocación ya no eran nada para ella. Ningún sacramento se comparaba con el gozo que experimentaba aquella noche en el monasterio. Sus manos se agarraban con fuerzas de los hombros de Victoria. En un embate de furia sexual le dio un beso apasionado que aunque no era recíproco, le bastaba para sentirse mujer.
Tomó otra vez el miembro, era el momento para sentirlo dentro de ella. Con mucho cuidado fue dejándolo en la entrada de ella. Sentía algo de miedo, no sabía si le dolería; debía intentarlo.
Empujó suavemente, se sentía apretado, dejó escapar otro gemido en el que el placer y el dolor competían para ver quién ganaba esta batalla. El glande ya no se veía. Costaba aún más introducirlo. Sonia se dejó caer con cuidado hasta que algo cedió dentro de ella. Por fin había entrado.
Se quedó quieta asimilando la vorágine de sensaciones. Por un lado, un ligero ardor se sentía alrededor, sin embargo el placer que sentía lo hacía olvidar todo.
Empezó a moverse una y otra vez. Cada vez que se sentía penetrada disfrutaba como el pene de Victoria llenaba toda su cavidad. Era algo maravilloso que deseaba que nunca acabase. Ni siquiera se percató cuando su sangre manaba por sus piernas hasta encontrar las sábanas de la cama. Se había vuelto loca con el mundo nuevo de sensaciones que se abría delante de ella. Suplía su inexperiencia con sus ganas acumuladas en toda una vida de celibato. Podía sentir como dentro de ella, el miembro de Victoria palpitaba con violencia hasta que sintió algo cálido que inundaba todo. «Se corrió», pensó.
En efecto, era una emisión abundante que ahora intentaba salir desde su interior, mezclándose con el sudor y la sangre de su virginidad perdida. La viscosidad generaba aún más lubricación que invitaba a Sonia llegar hasta el final. «Me toca a mí», Sus movimientos ahora se volvieron bruscos, ya no le importaba ser escuchada; si debía abandonar el convento lo aceptaba, no quería renunciar a estas nuevas maravillas de la vida. Ahora comprendía la postura de muchas jóvenes que decían que el celibato era algo contra natura. Las entendía perfectamente. Nadie en su sano juicio podría estar dispuesto a abandonar algo tan bello como el sexo.
Una mezcla de pérdida de sentido con una chispa que recorría su sexo la invadió. Nunca antes había tenido sexo, ni mucho menos había experimentado un orgasmo, así que, cuando este llegó, fulminándola como un rayo, perdió toda noción de realidad y de control. Su cuerpo cobró vida propia y era incapaz de frenar los espasmos que inundaban cada centímetro de su anatomía.
Era inútil luchar contra si misma, era mejor dejarse llevar y lo único a lo que atinó fue a aferrarse al cuello de Victoria, mientras aún estaba juntas.
Su sexo se contraía apretando con delicadeza el pene de su amiga, que no reaccionaba gracias a la medicación. «Estaría así para siempre», fue lo último que pensó Sonia.
Con el tiempo, las visitas de Sonia se hicieron más frecuentes de lo habitual. Había abierto una puerta que no estaba dispuesta a cerrarla tan fácil. Un mundo de placer, que en sus años de vida nunca había experimentado, se expandía ante sus ojos. Las siestas fueron convertidas en sesiones de sexo en las que el gozo era unilateral. Sonia sentía la culpa invadirla cada vez que iniciaba su rutina, sin embargo, esos pensamientos desaparecían de inmediato cuando la humedad conquistaba su hendidura.
Victoria ni siquiera se daba cuenta de las reiteradas violaciones a las que era sometida. El somnífero, junto con la medicación para mantener su erección fueron los aliados de su amiga. Ella estaba desatada y ya no le importaba el bienestar físico de Ella.
Las semanas pasaron una tras otra. Todo había adquirido cierto aire de normalidad. Sonia rebozaba de alegría y muchas de sus compañeras se lo hacían saber. Victoria no era ajena a esas observaciones. «Te ves feliz amiga», «No sabes cuanto», respondía Sonia, coqueta.
Un día cualquiera ocurrió algo inesperado que transformaría la vida de todas nuestras protagonistas. Por motivo de una celebración religiosa, todas las hermanas del convento debían ausentarse, a excepción de dos religiosas que deberían quedarse cuidando el convento. Por medio de todo tipo de artimañas, Sonia convenció a Victoria de que sean ellas las encargadas de cuidar las dependencias mientras todas las demás iban en misión. «Podremos tener la sala proyectora para las dos, imagina ver todo el día películas» dijo ella para convencer a su amiga.
Sonia estaba complacida. Nunca pensó que todo saldría tan fácil. Por fin estaría completamente sola con Victoria para poder dar rienda suelta a su pasión sin el miedo a ser descubierta, incluso fantaseó con la idea de dormir unas horas a su lado.
Bajó al pueblo, y consiguió más dosis de somníferos y medicamento para la angina. Su objetivo era tener a Victoria para ella sola todo el día. Y cuando llegase el resto de sus compañeras la encontraran dormida en su recámara. El plan era perfecto y por sobre todo: lo había deseado hace mucho.
A las ocho de la mañana, las monjas partieron hacia el pueblo para hacer sus labores religiosas. A las ocho y media Sonia y Victoria trabajaron de forma afanosa en los quehaceres. Limpiaron el gallinero, recogieron las hortalizas de la huerta y limpiaron de la mejor manera cada rincón del convento.
Sonia estaba ansiosa, su piel necesitaba el contacto del cuerpo de Victoria, pero estaba consciente de que había labores que debían ser atendidas «la paciencia es un don que nuestro señor nos entrega para que crezcamos desde nuestro interior», «si soy paciente, la recompensa será aún mayor», repetía para sí como un mantra.
Estaban exhaustas, el esfuerzo había rendido sus frutos y el convento parecía obra de un restaurador de primer nivel. Cada una fue a ducharse y se prepararon para almorzar.
Mientras Victoria no estaba, Sonia vertió un cóctel de varios somníferos combinados con la medicación para la angina de pecho. Como eran más horas para estar solas, subió la dosis para asegurarse. Tan pronto como terminaron la comida, Victoria nuevamente empezó a mostrar signos de abatimiento, y como de costumbre, Sonia la abrazó para conducirla a la habitación, claro que esta vez no pudo evitar palpar el pene de Victoria mientras ella se acostaba.
Relatar lo que ocurrió en los aposentos de la religiosa sería invocar la morbosidad del sátiro lector. Creo que con lo narrado con anterioridad ya fue saciado hasta el pervertido más ávido. No está demás decir que ningún grito de lujuria su ahogado en aquella cama. Sonia se dejó llevar por todo el placer que se podía experimentar. Probó nuevas posturas y nuevos ritmos al amar. Besó con desenfado los labios inocentes de su amiga. Usó todos sus sentidos al servicio de sus deseos y sensaciones.
El sexo sin culpa le resultaba maravilloso y pensaba que era una aberración el tinte oscuro que las sagradas escrituras le daban al goce.
Aún faltaba para la llegada de sus compañeras. Victoria no daba señales de que despertaría en las próximas horas, y su miembro estaba erecto como un mástil que desafiaba burlón los embates de Poseidón. Sonia aún tenía energía y ganas para rato. Acostó boca arriba a su amiga y empezó a cabalgarla.
Nunca supo a ciencia cierta cuanto rato estuvo de esa forma. Mientras gozaba, Sonia había descubierto que perdía la mesura y la consciencia de si misma. Disfrutaba cada vez que era penetrada y ni siquiera advirtió cuando la puerta se abrió.
« ¿Qué hacen degeneradas?», el grito de la madre superiora estrelló sus fantasías con la verdad. Tentar a la suerte fue su mayor error. Estaba preparada para lo peor en ese momento.
«Hermana Sonia, su comportamiento lascivo atenta contra todas las creencias y enseñanzas de esta congregación. Tanto Victoria como tú serán castigadas por llevar una relación pecaminosa y antinatural».
Un vacío invadió el estómago de la religiosa, que estaba desnuda en la cama tratando de ocultar su desnudez torpemente con las sábanas.
Sus pensamientos se nublaron, la respiración entrecortada, esta vez no por la excitación, acallaba en su cabeza los murmullos inquisidores del resto de sus hermanas. Era inevitable la expulsión; dentro de si lo lamentaba por Victoria. Ella siempre fue como una hermana para ella y su lujuria la arrastró al abismo aunque de eso ella se dará cuenta recién cuando despierte. Había un solo camino que seguir. Juntó las pocas fuerzas que le quedaban y sin prestar a tención a que estaba sin ropas frente a sus hermanas exclamó:
«Hermanas. Sé que las he decepcionado; mancillé vuestro nombre y el de nuestra congregación con el pecado de la carne. Me dejé llevar por las circunstancias y no hay nada que pueda hacer para reparar esta afrenta.
Quiero que sepan que Victoria es inocente de este crimen. Hace varias semanas la he sedado para que nunca sepa las pasiones que despierta en mi cuerpo. Ella no es una pecadora y si existe un error en la naturaleza, es culpa de Dios que la hizo varón. No hay maldad en ella y eso todas lo saben. ¿Creen que a lo mejor Victoria es un regalo de nuestro señor para que no padezcamos tentaciones afuera de estas murallas? Creo que Dios me perdonará. Mi amor es puro y la mejor forma de alabar ese amor es disfrutándolo en plenitud».
Cuando ocurren momentos cruciales en el destino de las personas, el tiempo adquiere cierta relatividad que nos hace percibir un segundo como si fuera una hora. Sonia miraba el rostro de piedra de la hermana superiora que a paso lento fue aproximándose al lecho en donde hace un momento el cuerpo de Victoria le había entregado un placer indescriptible a la arrepentida religiosa.
«Tápate Sonia, no avergüences al resto de tus compañeras con tu cuerpo ahora con mácula», dijo la madre superiora con rostro impasible, «Antes de todo debes sentirte culpable de todo lo que has hecho. No solo violaste a Victoria, que si bien no debería ser nombrada nunca más por ese nombre, ella no tiene culpa alguna; salvo ocultarnos su secreto. Cuando despierte nos debe aclarar ciertas cosas. Sé que ha sido la más virtuosa de todas y por eso le daré una segunda oportunidad. Tu permanencia dependerá exclusivamente de la piedad de Victoria.
Respecto a la condición de Victoria, siento que en parte tienes razón. Su llegada al convento obedece a un designio de nuestro señor, y por eso debemos verlo como tal. Han sido tiempos difíciles y es verdad que existen ciertas tentaciones que nosotras debemos vencer, y en eso Dios obró para recompensarnos. Todos nuestros años de abnegada devoción por fin da sus frutos, y el descubrimiento del secreto de Victoria, junto a tu traición, me han hecho ver todo con mayor claridad. Victoria es una enviada de los cielos para que podamos entregarnos a la tentación de forma santa y sin pecado.
Es por eso que debemos celebrar este día con el gozo de nuestros cuerpos. Sonia: aún no te he perdonado, pero por lo visto estás familiarizada con esta dicha. Guíanos en el conocimiento de este pecado inmaculado».
Sonia no esperaba esa respuesta, ni nadie en su sano juicio. Poco a poco cada una de las religiosas perdió el pudor y se unieron a la depravación que se estaba formando dentro de las paredes de piedra centenaria del convento. Mientras hacían fila para turnarse el cuerpo de Victoria, que aún no daba señales de despertar; ni mucho menos de menguar su erección.
La orgía que sucedió a continuación habría ruborizado incluso a Alejandro VI, el papa Borgia. Fueron horas de lujuria descontrolada. Cada una de las religiosas dio rienda suelta a las necesidades de su carne. Cada una pudo disfrutar de un acto del que creían que nunca podrían vivir. Estaban entregadas por completo a esa cascada de sensaciones. Sonia ya no era la hermana castigada. Ver a todas tener sexo con Victoria revivió el deseo en ella. Se abalanzó sobre Victoria y nuevamente la montó.
Estaba ciega de placer, nada podía sacarla del deseo de disfrutar, se movía sin importarle la integridad física de su amiga. Gritaba, gemía. No era una mujer, era una bestia, una fuerza de la naturaleza que no reparó cuando Victoria salió de su letargo y vio con los ojos desorbitados como estaban todas sus compañeras desnudas alrededor tocándose, y lo que fue más traumático. Sonia encima de ella con la cara desencajada de placer.
No sabría decir qué fue lo que causo todo, puede ser miedo, los fármacos para dormir, el estrés al que fue sometido su cuerpo, o el medicamente para la angina que le mantenía el pene erecto; o una mezcla de todas. Pero de algo debemos estar seguros. Todo eso fue demasiado para el corazón de Victoria, que abandonó este mundo mientras Sonia la besaba en medio de un orgasmo.
Sus ojos se abrieron de golpe, la imagen de su amiga montándolo con la cara deforme en una mueca de inmoralidad causó un doble impacto en su psiquis. Por una parte su secreto fue descubierto; por otra ser violado por la persona a la que consideraba una hermana, mientras el resto de las religiosas observaban desnudas, con la expresión de las personas al ver dos bestias apareándose en la selva; fue demasiado para su castigado cuerpo. Su mente se desdobló para poder abstraerse de la angustia, sin embargo todos los esfuerzos fueron en vanos.
Respiración agitada, o mejor dicho, el intento de llevar aire a sus pulmones; junto a un dolor agudo en su pecho fueron la señal de que algo no andaba bien. Buscó ayuda en un dios que hace horas la había abandonado y su mano alzándose hacia al cielo fue su llamado desesperado. Nadie acudió a su rescate. El único contacto que tuvo fue la mano de Sonia, que cogiéndola de la muñeca guió su mano hacia sus pechos. En medio de ese desamparo causado por la lujuria, Victoria abandonó el mundo.
No fue hasta media hora después que las religiosas advirtieron la muerte de Victoria. El placer derivó en histeria y luego en culpa. Cada una de ellas experimentó el miedo de una forma distinta. Algunas se golpeaban el pecho, otras lloraban, Sonia se mantenía abrazada al cuerpo ya frío de Victoria pidiéndole perdón. Ninguna sabía que hacer con la situación que en esos precisos momentos se estaba viviendo en el convento.
Sonia había destruido a quien más amaba en la vida. Cualquiera que la hubiese visto en ese instante sólo habría visto una cáscara vacía. Sus movimientos eran lánguidos y erráticos; enfocados en un objetivo concreto en medio de tantas ideas dispersas en su cabeza. Debía llamar a la policía para confesar su crimen. Si aún quedaba algo de humanidad dentro de ella; esa era la única forma de expiar en parte todo el daño que le había causado al ser más puro de la congregación.
Caminó vacilante, pero con determinación hasta el aparató. Descolgó el auricular y una mano frena su intento.
«Sonia, detente», dijo la madre superiora con una mirada que podría congelar el aire. «Debemos actuar de otra forma».
Sin darle margen de acción, la madre superiora activó toda la maquinaria de su cabeza para urdir un plan. Aprovechó la culpa, e hizo jurar a todas que debían callar esto para siempre.
Lo primero fue deshacerse del cadáver de Victoria. La envolvieron en sábanas blancas; oficiaron una misa improvisada y dispusieron a incinerarla.
Cuando las llamas se iniciaron y envolvieron de a poco el cuerpo de la joven; sus rasgos perfectos, sumados a la coloración que daban las llamas; le dieron el aspecto de una estatua de alguna deidad griega, ¿Cuál de todas ellas? Esa era una pregunta imposible de saber. En su rostro convergía la belleza de Venus, la inteligencia de Atenea, la solemnidad de Hera y la inocencia de Perséfone. Si en vida ya era bella, la muere le dio una belleza inalcanzable. A partir de ese día todas las que la conocieron siempre la recordarán con esa perfección. La muerte le hizo un solo favor, la despojó del deterioro del paso del tiempo.
Su cuerpo quedó reducido a cenizas que fueron esparcidas por el huerto. De esa manera, cuando ingirieran alimentos; Una parte de Victoria estará con ellas para siempre. Suena macabro, pero pensaron que esa era una manera de honrarla y buscar el perdón. Luego fueron a los archivos y destruyeron todo vestigio de que alguna vez Victoria existió en sus vidas.
Pasaron las semanas y todo había recuperado su aparente normalidad. Las labores en la huerta eran extenuantes, el trabajo en el pueblo se hacía cada vez más grato; y salvo uno que otro silencio incómodo que las visitaba como recordatorio de su pecado; todo parecía ser como antes. Fue por eso que cuando Sonia empezó con los vómitos, nadie sospechó de lo obvio. Era mucho más sensato pensar en una intoxicación por un alimento en mal estado que lo inevitable. Pronto el resto de las monjas la acompañaron en los síntomas.
No había duda; las náuseas y los mareos fueron cada vez más recurrentes. Había que ser un tonto para negar lo que había ocurrido. Sólo bastaba confirmar el mayor temor de todas. Las religiosas del convento de las carmelitas del perpetuo auxilio estaban embarazadas.
Si la angustia de cargar en sus conciencias el asesinato de una persona ya era de por sí una carga apenas tolerable, la confirmación del embarazó causó histeria en todas las mujeres. Era una mancha que no estaba dispuesta a cargar, sin embargo, la idea del aborto no era una opción plausible por todas las implicancias que tendría. Por un lado, los riesgos inherentes podrían causar la muerte de una de ellas, entonces ¿Cómo explicarían al Vaticano que una de sus religiosas murió mientras todas estaban abortando?
Por otro lado su formación lo impedía, y no podían cargar con otra muerte. Sería como asesinar a Victoria otra vez.
La madre superiora no estaba ajena al embarazo. Su vientre poco a poco mostró los signos de su estado. Estaba tranquila, pese a la situación crítica que vivía el convento. Debía pensar con cuidado, o si no el escándalo acabaría con la vida de todas, en especial la de ella por ser la cabeza de la congregación. Por suerte había urdido un plan.
Escribió un telegrama al Vaticano. Al cabo de tres semanas, una comisión de expertos en confirmar o desacreditar milagros arribó al pequeño convento del aún más pequeño pueblo del sur de Chile para ver las maravillas que ahí ocurrían.
Afortunadamente para las religiosas, tuvieron tiempo suficiente para ensayar la coartada. Cada una cumplió su papel a la perfección y el resultado superó sus expectativas. Oficialmente la Santa Iglesia católica decretó, que los hechos ocurridos en el año 1954 correspondían a un milagro que sólo podía ser provocado gracias a la intervención de Dios.
El nacimiento de los bebes fue algo que ayudó a acrecentar la leyenda. Gracias a los genes del padre, cada uno de los niños poseía una belleza que parecía no provenir de este mundo. Los cabellos dorados, los ojos con la plenitud de cielo hacía pensar que ellos eran un coro de serafines llegados a este mundo para cantar las maravillas de la creación. Pronto fueron bautizados con los nombres de cada uno de los apóstoles. A excepción de Sonia, que decidió bautizar a su hijo como Víctor.
Con el tiempo el convento se hizo famoso en todo el mundo. Gente de los cinco continentes llegaban en masa para adorar y contemplar a aquellos niños frutos de la divina providencia.
Como era natural, muchas personas le atribuyeron al convento propiedades milagrosas, y las parejas que no podían tener hijos, hacían mandas y peregrinaciones al convento para pedir que Dios los bendijese con el milagro de la paternidad.
Del nombre original del convento ya nadie se acuerda. Lo único que importa es que desde ese momento se llama “Convento de las Carmelitas del nacimiento inmaculado”.