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El misterio del astronauta

En plena revolución industrial, Raymond Mens, joven científico inglés, trabajaba en una máquina teletransportadora.

El último día que se le vio con vida, estaba en su hogar en el barrio de “Brick Lane” probando su invento. Una explosión lo hizo desaparecer sin dejar rastro. La policía lo declaro muerto y nunca más se volvió a hablar del asunto.

Raymond apareció a miles de kilómetros en un desierto. Su traje y su casco lo salvaron de una muerte segura. Los nativos que vivían ahí se acercaron con miedo. El no entendía su idioma ni ellos el suyo. Con señas logró darse a entender y al poder por fin comunicarse, decidió ayudarlos.

Creó canales de regadío, mejoró la arquitectura y unió a los pueblos del río. Pronto, todos lo nombraron su líder.

A su muerte, su pueblo construyó pirámides en su honor, y su nombre, Raymond Mens, pasó a convertirse en “Ra Amon” o “Menes”, el primer faraón de Egipto.

Hasta el día de hoy, el astronauta en los jeroglíficos egipcios sigue siendo un misterio. No se trata de extraterrestres como piensan todos, sino más bien, de Raymond Mens, el primer viajero del tiempo y olvidado por la historia.

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Vida urbana

La última canción de moda—que de seguro terminaré odiando dentro de un par de semanas—

me despierta para ir al trabajo. La ducha, vestirme y tomar desayuno son cosas que hago de

forma mecánica mientras el presentador de televisión nos dedica a mí y a muchos más las

mismas frases prefabricadas de siempre.

En el metro, las mismas caras me reciben con la vista clavada en sus teléfonos móviles, llevo

un año con esta rutina y no se nada de ellos.

Tuiteo algo ingenioso, a los minutos recibo varios retweet, incluso la persona que va en frente

mío ríe por mi ocurrencia virtual sin darse cuenta que el autor de la broma está frente a sus

narices.

Llego a la oficina y las conversaciones giran en torno de lo mismo, entre el último capítulo de

la telenovela y el fútbol del fin de semana. ¿Y si alguno de ellos pasó por un problema? Eso no

interesa.

Despachos, pedidos, llamadas intrascendentes, papeleos. Los días se suceden en la monotonía

de siempre. Si no fuera por los fines de semana, nadie sabría diferenciar los lunes de los

viernes. De vez en cuando surge el comentario de algún compañero que quiere ser gracioso

gracioso, otra forma vana para intentar salvarse de si mismos.

A veces me enfermo, nadie llama por mi salud. Otras veces son mis compañeros quienes

se enferman, tampoco los llamo. Para mi cumpleaños, de mis 540 amigos de facebook sólo

100 me saludan, y de ellos, 90 escriben un escueto “feliz cumpleaños”, como si estuvieran

cumpliendo una obligación, o una penitencia.

Todas las tardes subo a la azotea para fumar un cigarro, me detengo en una cornisa

contemplando el vacío. Sería tan fácil saltar, en dos segundos la rutina terminaría para

siempre. ¿Qué sucedería si lo hiciera?, es algo que me pregunto a diario sabiendo de

antemano la respuesta…

Sería trendic topic durante 2 días. Y después de eso a nadie le importaría.

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Cuestión de sangre

Hola a todos, les dejo un cuento policial. No es la gran cosa pero hace rato que no subo nada.

Pese a que se había prometido nunca más pisar aquel lugar miserable, el comisario López tuvo que visitar la cárcel luego de 5 años. Sentía asco por necesitar la ayuda de esa persona; pero el caso era difícil de resolver y no debía permitir que el “psicópata del puerto” cobrara otra víctima.
Aún recordaba cuando hace unos años estaba trabajando en un doble homicidio que parecía un callejón sin salida. Las semanas sin dormir lo tenían al borde del colapso. El caso ya era portada de todos los periódicos, y la opinión pública estaba sobre el equipo investigador.
En una de esas noches, su teléfono móvil rompió el silencio y al otro lado de la línea una voz que le pareció familiar sonaba lejana.
—Inspector López, yo puedo ayudarlo. Venga mañana a la penitenciaría y pregunte por mí. No comente esta conversación o “los pacos” nos van a “reventar” el módulo. Lo espero…
El comisario reconoció de inmediato la voz de su interlocutor. Federico Cipriani lo había contactado para ayudarlo.
Gracias a Cipriani, López resolvió el homicidio, y de inmediato, la fama del comisario creció de manera increíble. Sin embargo, su misterioso ayudante quedó en el más completo anonimato.
Federico Cipriani se había hecho famoso hace más de veinte años, cuando fue descubierto como el autor de más de veinte asesinatos de mujeres. Su último crimen había sido el de su propia esposa, luego de que ella lo descubriera en su doble vida delictual. De no ser por aquel hecho fortuito, nunca habría sido atrapado.
Cinco años después de resolver el doble homicidio junto a Cipriani, el comisario López nunca pensó que volvería a necesitar su ayuda. Se odiaba por no ser capaz de resolver el caso por si mismo, y sobretodo odiaba con toda su alma a Cipriani.
López tocó el timbre de la cárcel, y mostrando su identificación, explicó el motivo de su visita. Los guardias lo dejaron entrar, y lo condujeron a una oficina en donde los reos se juntan con sus abogados.
Pasaron unos minutos, y escoltado por dos gendarmes, Federico Cipriani entraba a la sala. López no podía ocultar la repulsión que la presencia del asesino serial le causaba. Luego de que los guardias se retiraran, Cipriani inició la charla.
—Sabía que vendría comisario. ¿Por qué demoró tanto?
—Cállate, sólo necesito un poco de ayuda— López, que siempre había sido dueño de sus emociones, mostraba signos de irritación.
— ¿Trajo el material para revisar?
El comisario tomó la carpeta y se la arrojó despectivamente. Cipriani leyó de forma minuciosa cada informe del caso; y observó con dedicación todas las fotos de las respectivas escenas del crimen. Luego de una hora estudiando el expediente por fin habló.
—El asesino conocía a las mujeres, si se da cuenta, ninguna de las puertas fue forzada. Lo más seguro es que ellas lo dejaron entrar y ni siquiera se dieron cuenta lo que les esperaba. ¿Tenían algo en común todas ellas?
— Lo único que pudimos establecer es que todas alguna vez estuvieron inscritas en el gimnasio “Energym”, pero las membrecías caducaron varios años después de ocurridas las muertes. Incluso, hasta ahora ha sido imposible especular algo, ya que todas las mujeres de este pueblo alguna vez se inscribieron en ese gimnasio…
— Escuche― Dijo Cipriani subiendo la voz―, el asesino es de los alrededores del gimnasio. Puede ser cualquiera que trabaje cerca del lugar. De una u otra manera, se ganó la confianza de las chiquillas, y cuando lo dejaban entrar a la casa, aprovechaba para matarlas. — López escuchaba consternado cada palabra de Cipriani. — Debes saber que para el asesino, ellas eran mujeres inalcanzables, y eso le generaba un gran complejo de inferioridad.
— ¿Y cómo lo sabes? ¿A ti también te pasaba cuando matabas, animal?
— No me trates así. Todos los cuerpos estaban amarrados, él quería tener el control de la situación. Estoy seguro que suplicaron por su vida antes de morir… Habría dado lo que fuera por estar en su lugar…— No pudo terminar su frase, un golpe lo hizo callar, logrando que un hilo de sangre recorriera su labio.
— Aunque me estés ayudando, sigues siendo una mierda de hombre ¿Acaso crees que expiaras tus culpas resolviendo misterios?
―No lo creo, quién sabe. Todos expiamos algo, la diferencia es que algunos lo mantienen oculto toda su vida…
―Ahora te pusiste filosófico― dijo López sin ocultar la ironía en sus palabras.
― Solo digo que todos ocultan algo, incluido usted comisario…
― No me compares con alguien como tú. Si pudiera te pondría un balazo en la cabeza y nadie te extrañaría, podría decir que intentaste atacarme y que actué en defensa propia… Sería muy fácil.
― Podríamos estar horas hablando de esto, y sé que tienes otras cosas importantes que hacer, no vaya a ser que mientras charlamos otra mujer muere por su culpa— dijo Cipriani saboreando cada palabra—. Quiero señalarle algo importante. Si se fija en los asesinatos ocurrido al aire libre, estoy casi seguro que el asesino usa bastón.
― ¿Y las huellas del bastón?
― En los asesinatos no lo usaba, se nota que el tipo era inteligente, pero fue incapaz de ocultar sus limitaciones. Si se fija en las huellas el pie derecho sólo carga el borde externo. Debió dolerle mucho mientras las mataba, pero la recompensa que obtenía era mayor.
― Pero las huellas son distintas, sospechamos que son más de uno los involucrados.
— No sean ingenuos, el asesino es muy inteligente, si se dan cuenta, las huellas son lisas, lo que significa que meticulosamente lijaba las plantas de los zapatos y cambiaba el número para despistar…
López tuvo una epifanía. Durante la investigación había interrogado a todos los cercanos a las víctimas, desde ex novios, hasta personas del trabajo; pero en su mente apareció una persona en particular. Era el “cojo Santis”. Cajero del gimnasio, estudiante de ingeniería.
Santis había nacido con pie Bot, que lo hacía caminar con dificultad, por lo que estaba condenado a usar dos bastones. Para compensar su discapacidad, entrenaba en los fierros durante horas. Se caracterizaba por ser amable con todos los que visitaban el gimnasio, en especial con las mujeres, quienes lo veían como un amigo.
Nadie sospechaba de él. Su escasa estatura y su condición lo descartaron de inmediato, no era peligro para nadie. O eso creía López hasta ahora.
No había tiempo que perder. Se levantó de la silla y se dirigió a la salida sin siquiera despedirse. Gracias a Cipriani el caso estaba por resolverse. Fue este quien le dirigió la última palabra que derrumbó su determinación.
— Después de ayudarte ¿Me perdonarás alguna vez?
— No papá, jamás perdonaré lo que le hiciste a mi madre.
— Es la primera vez en 20 años que me llamas papá. Ojalá algún día vuelvas a usar mi apellido…
Cipriani no obtuvo respuesta. Sus ojos de asesino cambiaron luego de muchos años a otra expresión, muy diferente, pidiéndole compasión a su hijo.
Al final, como Federico Cipriani decía, todos ocultan algo, y el comisario López no era la excepción. Detrás de él, el ruido metálico de la celda al cerrarse sólo significaba que el comisario dejaba una vez más su pasado encerrado tras las rejas.

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Eva quiere morir.

Eva quiere morir.

No es una idea nueva en su vida. Aquel pensamiento lleva más de treinta años acompañándola en su cabeza. A pesar de su amargura, todos quienes la conocen le dicen que no debe pensar así, que toda vida vale la pena, y que dios le tiene deparado un montón de maravillas. Pero aquellos que no conocen su historia completa no deberían opinar. Ya que de existir un dios bondadoso que vela por la felicidad de sus hijos, éste ya la ha puteado bastante.

Perdió a su marido y sus hijos en dictadura, y como si esto fuera poco, ella misma fue detenida y torturada. De aquellos meses de encierro se llevó de recuerdo una cojera, la pérdida de audición en su oído derecho, una lesión en el nervio óptico que le causó una ceguera parcial y mucha mala leche acumulada.

Su estado de salud era incompatible con el trabajo, por lo que tuvo que jubilar antes de tiempo, y al ser profesora, su pensión era miserable, haciéndola sobrevivir a duras penas.

Actualmente vive en una residencia, un lugar triste y con poca iluminación, aunque económico, y los más importante, limpio y con las tres comidas al día. No se pasaba mal, y dentro de su escaso presupuesto era lo mejor a lo que podía aspirar.

Dentro del asilo Eva no estaba ni bien ni mal. Simplemente se había resignado a ver pasar los días con la esperanza de no despertar y estirar la pata de una vez por todas.

Todas las mañanas, su rutina consistía en abrir los ojos y maldecir su suerte por no morir la noche anterior.

Si para ella, no morir ya era algo frustrante, escuchar los reproches santurrones de María —su compañera de habitación y fanática evangélica— era algo en extremo desagradable.

— Dios aún no quiere llevársela porque usted aún tiene una misión en este mundo—, decía una y otra vez María con tono de autosuficiencia.

— Si Dios quiere que haga algo por él, me podría dejar sana. Si no me doliera todo el cuerpo, te juro que le haría hasta una iglesia.

— Dios es sabio — volvía a la carga María con toda la artillería beata—, todo lo que hace es con infinito amor y sabiduría.

— Como el cáncer infantil supongo…

Y así Eva terminaba la conversación.

El tiempo en la residencia pasaba con el letargo de siempre. Eva continuaba con la rutina de levantarse cada mañana para discutir con María y su optimismo habitual.

Un día Eva despierta como costumbre. Inicia su mañana lanzando un bufido por haber despertado con vida. Toma aire, y se levanta aguantando el dolor de su espalda. Baja de la cama despacio, tratando de no despertar a María. Si había algo peor que soportar el dolor de sus huesos, eso era aguantar la ayuda de María mientras le suelta un discurso religioso. Si tuviera que elegir, prefiere mil veces el dolor.

Quedó sentada unos segundos al borde de la cama y un crujido — que no sabia distinguir si era el de las tablas del piso o de sus rodillas —, rompe la paz de la habitación.

Ella se para en seco, no quiere escuchar el sermón matutino de su compañera de cuarto. Mira en dirección a su cama y aún estaba acostada bajo las frazadas «por poco». Siguió avanzando.

Tomó la bata, y se la puso con dificultad. Le llamó la atención ver a María aún durmiendo, era la primera vez que la veía tan cansada.

Caminó hacia María afirmándose de las paredes tratando de no caer. Se instaló a un lado de ella y tocó su hombro. No había caso, María dormía profundamente.

— María despierta que hay que desayunar.

No hubo respuesta. Intentó con más fuerza y nada, María no reaccionaba. Decidió sacar las frazadas y contempló con horror la realidad.

La cara de su amiga —desesperante, pero amiga al fin y al cabo—, sólo era una máscara sin expresión. Sus ojos estaban apagados con la mirada vacía; y su boca abierta le daba una apariencia de total desesperación.

Eva no supo cuántos minutos estuvo ahí, quieta, contemplando el cadáver de María, la misma María tan llena de vida, y a la que muchas veces quería ahorcar con sus propias manos.

Debía llamar a los paramédicos, tomó su andador y a paso lento se fue retirando.

Antes de cruzar el umbral de la puerta, miró al cielo, y con lágrimas de rabia en los ojos, gritó con todas sus fuerzas.

— ¡Te equivocaste de cama hijo de puta!