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El rey del puerto

La tanguería era un lugar del mundo en el que el tiempo parecía detenerse. La noche porteña ofrecía el marco ideal para honrar al tango.
En medio del ruido de las copas que parecía alentar a los bailarines, estaban los ancianos, cual sacerdotes de una religión antigua, guiaban a los jóvenes quienes los veneraban con respeto mientras luchaban sus primeras batallas en la pista de baile.
Un silencio reverencial fue contagiando a todos los presentes, que no pudieron apartar la mirada cuando don Vicente ingresó al lugar.
Con su cabello cano peinado meticulosamente hacia atrás, traje a la medida y una flor en la solapa; captaba todas las miradas de los comensales que lo observaban con admiración y respeto.
Pese a sus 75 años, aún conservaba el porte y la elegancia de la que hacía alarde en su juventud. Eso se apreciaba en su andar seguro y en la personalidad desbordante que usaba para saludar a todo el mundo.
La música se reanudó, y Don Vicente inicia su ritual de todos los sábados. Un wisky que Fabio, el cantinero desde hace 20 años, le tiene listo tal como a él le gusta, con 2 hielos y un chorro de soda. Luego coge su asiento favorito y saborea su trago lentamente. Haciendo un brindis en silencio a la memoria de Gino Olivera, su padre y su primer maestro de tango. Los sorbos los hace con calma, poniéndose a tono para bailar. Una vez terminado, se incorpora, y mirando a su alrededor se dirige a la pista de baile con paso seguro.
Todas bailan con él, desde señoras de su edad, compañeras de antiguas glorias bohemias, hasta jóvenes universitarias y turistas extranjeras; que admiran embelesadas el despliegue endemoniado que Don Vicente le daba a sus pies.
En otros tiempos, antes que la juventud se fuera por completo, más de alguna habría terminado la velada desayunando en su casa, admirando el amanecer en Valparaíso, con su mar inmenso y el laberinto de sus cerros; pero aquello quedó atrás. Eran otros años, era otra vida. Don Vicente lo sabía y lucía cada paso con aún más maestría, compensando lo ya perdido. Sin noción del tiempo, perdiendo por un instante toda percepción de la vida y su edad; hasta que, al igual que un sueño, la noche acaba…

La jornada ha terminado, las mesas vacías sólo evocan desamparo. La música suena ya lejana y las copas a medio terminar son los únicos vestigios de una noche gloriosa que ha terminado.
En la tanguería sólo queda un joven limpiando y Don Vicente sentado,inmóvil en un rincón.
Toma aire, se para con dificultad. La artrosis lo está matando. Siempre es el último en marcharse para que nadie sea testigo del declive de un grande; de la caída de una leyenda viviente de las noches porteñas.
Coge su abrigo, y a tranco lento se retira de la tanguería. Cada paso se clava implacable en su rodilla, recordándole que todo tiempo pasado fue mejor, y que sus mejores años ya se han ido para siempre.
El dolor no le importa, es un precio que está gustoso de pagar; porque hay algo que nada ni nadie le puede arrebatar.
Muy dentro de si sabe, que todos los sábados y durante 3 horas el vuelve a transformarse en el rey del puerto.

3 thoughts on “El rey del puerto

  1. Qué bonito y entrañable. Me encanta cómo nos reflejas primero el ambiente y luego la decrepitud de este maestro del tango irredento que no se rinde, todo sea por el orgullo.

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